Cuando el trabajo artístico no es separable del terapeútico.
En las últimas décadas del siglo XIX se pusieron de manifiesto ciertas ventajas que ofrecía a médicos y enfermos mentales el trabajo artístico, especialmente en dos aspectos: la comprensión diagnóstica, por cuanto de sus formas o de sus temáticas se desprendían elementos que se suponían específicos para cada enfermedad, y la llamada pintura psicopatológica, a través de la cual el enfermo conseguía salir de su hermetismo a través de una actividad que parecía serle gratificante.
Por otra parte, el estrechísimo vínculo que el arte había mantenido durante siglos con la figuración y el realismo empezó a debilitarse a partir del Romanticismo. El artista comenzó a tomar como modelo sus tormentosas batallas interiores y poco a poco fue necesitando de un lenguaje formal diferente, no sometido a la literalidad de los volúmenes, colores y luces que le presentaba la naturaleza; de esta forma se internó en el universo de la percepción, de las ensoñaciones, hasta desembocar en los paisajes plásticos más esenciales, formados únicamente por planos, trazos, colores, texturas...